martes, febrero 15, 2011

El soñador sigue soñándonos Ricardo Gil Lavedra Para LA NACION

Excede los límites de esta columna reflexionar sobre las facetas de la vida y de la vasta obra del autor del Facundo , a quien, como a aquel personaje de Terencio, nada de lo humano le fue ajeno. Sarmiento combatió tempestuosamente por sus ideas sin dar ni pedir tregua. Se le pueden reprochar errores y arbitrariedades, simplificaciones e injusticias, pero quienes critiquen tal o cual párrafo de una producción escrita cuya magnitud es difícil de concebir deben tener en cuenta que su autor no fue un sereno analista de la realidad, sino un luchador. Paul Groussac lo llamó "el formidable montonero de la batalla intelectual".
¿Cuáles fueron los propósitos fundamentales de esa batalla? El progreso, la civilización, la república democrática, a la manera norteamericana, y, sobre todo, la educación popular. Otros aspectos de sus ideas se prestan más fácilmente a la polémica, pero su obsesión educativa mantiene su lozanía. El eje de su concepción fue la escuela elemental, destinada a todos los habitantes. Hoy nos resulta natural que así sea, pero a mediados del siglo XIX la enorme mayoría de la población, en todo el mundo, era analfabeta. Casi nadie compartía esa impaciencia de Sarmiento por la alfabetización universal. Alberdi, tan lúcido en otras cuestiones, le asignaba una importancia menor, por ejemplo, que a los hábitos de trabajo, y no creía, como Sarmiento, que las mujeres debieran tener la misma educación que los hombres.
La educación popular era el medio indispensable para crear al ciudadano. Al regresar a Buenos Aires de los Estados Unidos, para asumir la presidencia, declaró en el puerto: "Vengo de un país donde la educación lo es todo. Y por ello allí hay democracia". Es la premisa esencial de su obra, profundamente progresista en el mejor sentido del término, que produjo por muchos años un país pujante, con una extendida clase media y una movilidad social que ubicaba a la Argentina entre las naciones más avanzadas del mundo.
Sarmiento fue el adalid de esa idea, por la que bregó desde su juventud, enseñando, creando un método de lectura gradual, estudiando los sistemas educativos en Europa y en los Estados Unidos, fundando escuelas, trazando planes de enseñanza e impulsando, en los años finales de su vida, la sanción de la ley 1420, de educación laica, gratuita y universal.
La Argentina del siglo XXI es muy distinta de aquella que Sarmiento, como pocos, ayudó a construir. Las soluciones a los problemas de su tiempo, que el Maestro de América imaginó con un sentido de inaudita modernidad, no podrían aplicarse tal cual fueron concebidas. Pero la recuperación del espíritu que las originó es ahora, más que una opción, un deber moral. Tenemos que lanzarnos colectivamente a una revolución educativa porque la educación popular es, como lo intuyó Sarmiento, el único camino para el progreso social y para alcanzar una democracia de ciudadanos. El reto es la expansión de la educación elemental y la calidad de la educación, que es, en una economía global del conocimiento, la llave contra la desigualdad. Podremos decir, parafraseando a Borges: "Sarmiento el soñador sigue soñándonos".
El autor es constitucionalista y diputado nacional

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